Discurso

Discurso íntegro durante el acto de investidura de doctor Honoris Causa de la Universitat Ramon Llull
(Barcelona, 17 de junio de 2005)

Señoras y señores,
Antes de entrar en la materia de mi discurso de investidura, en primer lugar deseo expresar mi agradecimiento a la Universitat Ramon Llull por la concesión del grado de Doctor Honoris Causa de esta Institución. Recibí la noticia de su honorífica distinción con emoción y profunda gratitud.
Gracias a su Excelentísima y Magnífica Rectora, Dra. Esther Giménez-Salinas Colomer, y a los miembros de la Junta Académica y del Equipo de Gobierno de la Universitat Ramon Llull por haber tomado la decisión de honrarme con este Doctorado, con lo cual, al mismo tiempo, me han invitado a formar parte de su comunidad universitaria e, indirectamente, de la ciudadanía barcelonesa. Es para mí un gran honor y una fuente de satisfacción y orgullo.
No quiero dejarme en el tintero agradecimientos al claustro de la Facultad de Ciencias de la Comunicación Blanquerna y, muy especialmente, a su decano, Dr. Miquel Tresserras Majó, por haber presentado mi candidatura al grado de Doctor Honoris Causa y por llevar a cabo el minucioso seguimiento de todo el proceso académico que se abre con la presentación de la candidatura y se cierra con el acto de hoy. Asimismo, gracias al ilustre Patronato de esta Universidad, presidido por Don Leopoldo Rodés Castañé, que ha avalado la decisión de la Junta Académica y el Equipo de Gobierno, y al Departamento de Periodismo que en todo momento ha apoyado la iniciativa de la Facultad y ha ayudado activamente en la organización del evento que hoy nos ha reunido aquí.
Y, last but not least, deseo agradecerles a todos ustedes su presencia en esta sala. Gracias por venir y por participar en esta ceremonia, que para mí reviste gran importancia y me emociona profundamente.

Excelentísima y Magnífica Rectora, señoras y señores:
Cuando me paro a reflexionar sobre mis viajes por el mundo, viajes que se han prolongado durante muchos, muchos años, a veces tengo la impresión de que las fronteras y los frentes, los peligros y las penalidades propios de esos viajes, me han producido menos inquietud que la incógnita, siempre presente y renovada a cada momento, de cómo transcurriría cada nuevo encuentro con los Otros, con esas personas extrañas con las que me toparía mientras seguía mi camino. Pues siempre supe que de ese encuentro dependería mucho, muchísimo, si no todo. Cada uno de ellos fue una incógnita: ¿cómo empezaría? ¿cómo transcurriría? ¿en qué acabaría?
El mero planteamiento de preguntas como éstas es, por supuesto, tan antiguo que podría calificarse de eterno. El encuentro con el Otro, con personas diferentes, desde siempre ha constituido la experiencia básica y universal de nuestra especie. Los arqueólogos nos dicen que los grupos humanos más antiguos no contaban con más de treinta o, a lo sumo, cincuenta personas. Si aquellas familias-tribus hubiesen sido más numerosas, les habría resultado difícil trasladarse con la rapidez suficiente. Si hubiesen sido más pequeñas, les habría resultado muy difícil defenderse y librar batallas en su lucha por la supervivencia.
Y he aquí a nuestra pequeña familia-tribu siguiendo su camino en busca de alimentos y de pronto se encuentra con otra familia-tribu. ¡Qué momento tan fundamental en la historia del mundo! ¡Qué descubrimiento más fabuloso! ¡Descubrir que el mundo está habitado por otras personas! Pues hasta aquel momento, el miembro de nuestra comunidad familiar y tribal podía vivir convencido de que, conociendo a sus treinta, cuarenta o cincuenta hermanos, conocía a todos los habitantes de la tierra. Y de pronto descubre que no, ni mucho menos; que el mundo también alberga a otros seres parecidos a él, ¡a otras personas!
¿Cómo comportarse ante tamaña revelación? ¿Cómo actuar? ¿Qué decisión tomar? ¿Abalanzarse con ferocidad sobre los extraños? ¿Pasar a su lado con indiferencia y seguir el camino propio? O, tal vez, ¿intentar conocerlos y tratar de encontrar una manera de entenderse con ellos?
Esta misma necesidad de optar por una cosa u otra que se había planteado a nuestros antepasados hace miles de años se nos plantea también hoy a nosotros, y lo hace, además, con la misma intensidad, que no ha variado a lo largo de milenios; la elección resulta hoy igual de básica y categórica. ¿Qué actitud adoptar ante el Otro? ¿Cómo tratarlo?
Es posible que la cosa derive hacia un duelo, un conflicto o una guerra. Testimonios de tales desenlaces llenan todos los archivos imaginables y dan fe de ellos los incontables campos de batalla y los restos de ruinas diseminados a lo largo y ancho del mundo. Todos ellos son la demostración de la derrota del hombre; de que éste no supo o no quiso hallar una manera de entenderse con Otros. Las literaturas nacionales de todos los países y de todas las épocas han tomado esta tragedia y debilidad nuestra como uno de sus temas predilectos: su diversidad de matices lo convierte en un tema infinito.
Pero también puede suceder que nuestra familia-tribu, a la que seguimos sus pasos, en lugar de atacar y luchar decida aislarse de Otros, encerrarse, blindarse. Semejante actitud, con el tiempo, dará como resultado construcciones que obedecen a la voluntad de atrincheramiento, tales como la Gran Muralla China, las torres y las puertas de Babilonia, los limes romanos o las murallas de piedra de los incas.
Por fortuna, también aparecen diseminadas profusamente por todo el planeta las pruebas de un tercer tipo de comportamiento que ha conocido la experiencia humana. Las que indican cooperación. Se trata de vestigios de mercados, de puertos marítimos y fluviales; de lugares donde se levantaban ágoras y santuarios, donde todavía hoy son visibles los restos de algunas sedes de universidades y de academias antiguas. Asimismo se han conservado vestigios de ancestrales rutas comerciales, tales como la de la seda, la del ámbar o la sahariana. Todos aquellos espacios eran lugares de encuentro: allí las personas entraban en contacto y se comunicaban, intercambiaban ideas y mercancías, sellaban actos de compraventa y ultimaban negocios, formaban uniones y alianzas, encontraban objetivos y valores comunes. El Otro dejaba de ser sinónimo de lo desconocido y lo hostil, de peligro mortal y encarnación del mal. Cada individuo hallaba en sí mismo una parte, por minúscula que fuese, de aquel Otro, o al menos así lo creía y vivía con este convencimiento.
De manera que al hombre siempre se le abrían tres posibilidades ante el encuentro con Otro: podía elegir la guerra, aislarse tras una muralla o entablar un diálogo. A lo largo de la historia, el hombre siempre ha vacilado ante estas tres opciones y, dependiendo de su cultura y de la época en que le ha tocado vivir, elige una u otra. Constatamos que es bastante veleidoso en sus decisiones; no siempre se siente seguro, no siempre pisa un terreno firme.
Resulta difícil justificar la guerra; opino que la pierden todos porque pone de manifiesto el fracaso del ser humano al revelar su incapacidad de entenderse con Otros, de ponerse en su piel; y porque pone en tela de juicio su bondad e inteligencia. Cuando el encuentro con Otros tiene como desenlace la guerra, invariablemente acaba en tragedia, en un baño de sangre.
A la idea que llevó al hombre a levantar murallas altísimas y cavar profundos fosos con el fin de aislarse de otra gente se la ha «bautizado», ya en nuestra época, con el nombre de apartheid. Con perjuicio para la verdad y la exactitud, dicha noción ha sido adscrita al hoy inexistente régimen blanco de Sudáfrica. Lo cierto es que se había practicado el apartheid desde los tiempos inmemoriales. Simplificando mucho, se trata de una doctrina cuyos partidarios discurren del siguiente modo: «Todo el mundo puede vivir como le dé la gana, solo que bien lejos de mí si esa gente no pertenece a mi raza, mi religión y mi cultura.» Pero ¡ojalá tan sólo se tratase de esto! La realidad es que nos hallamos ante una doctrina de desigualdad del género humano, premeditada y programática. Los mitos y las leyendas de muchos pueblos y tribus rezuman la convicción de que sólo nosotros -los miembros de nuestro clan, de nuestra comunidad-somos seres humanos; todos los demás son infrahombres, como mucho, o cualquier cosa menos personas. Lo que mejor expresaba esta actitud era una doctrina de la China antigua: el no chino era considerado como excremento del diablo o, en el mejor de los casos, como pobre desgraciado que ha tenido la mala suerte de no haber nacido chino. En consecuencia, ese Otro era representado como perro, rata o reptil. El apartheid fue y sigue siendo una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, el extraño.
¡Cuán diferente aparece la imagen del Otro en la época de creencias antropomórficas, cuando los dioses podían adoptar el aspecto humano y comportarse como personas! Pues en aquellos tiempos, nunca se sabía si era dios u hombre el viajero o el peregrino que se acercaba. Esta inseguridad, esta intrigante ambivalencia, constituye una de las fuentes de la cultura de la hospitalidad, que exige un trato magnánimo al visitante, un visitante cuya naturaleza no acaba de ser reconocible.
Escribe de ello nuestro «poeta maldito» decimonónico, Cyprian Norwid. En la Introducción a su Odisea, reflexiona sobre las fuentes de esa hospitalidad que arropó a Ulises en su camino de vuelta a Ítaca. «Allí, en la naturaleza de cada mendigo y de cada vagabundo extraño», expresa Norwid, «se sospechaba un origen divino. No se concebía, antes de acogerlo, preguntar al visitante quién era; sólo después de dar por supuesta su divinidad se descendía a las preguntas terrenales, y esto se llama hospitalidad; y, por eso mismo, se la colocaba entre las prácticas y virtudes más piadosas. ¡Los griegos de Homero no conocían al «último de entre los hombres»! Siempre el hombre fue el primero, es decir, divino.»
La cultura entendida por los griegos en el sentido en que lo plasma Norwid saca a la luz nuevos significados de las cosas, significados amables y benévolos con el hombre. Las puertas y portaladas sirven no sólo para aislarse del Otro, sino que también pueden abrirse ante él, invitándolo a franquearlas. La calzada no tiene por qué ser esa vía por la que cabe esperar la llegada de columnas enemigas; también puede ser ese camino por el que, ataviado con ropas de peregrino, se aproxime a nuestra morada uno de los dioses. Gracias a interpretaciones como ésta, empezamos a movernos en un mundo no sólo mucho más rico, sino también acogedor y lleno de buena disposición hacia nuestro semejante, un mundo en el que nosotros mismos sentiremos el deseo de salir al encuentro del Otro.
Emmanuel Lévinas llama «acontecimiento» al encuentro con el Otro; lo califica, incluso, de «acontecimiento fundamental». Se trata de la experiencia más importante, del más amplio de los horizontes. Lévinas, como es sabido, pertenece al grupo de filósofos dialogistas -tales como Martin Buber, Ferdinand Ebner y Gabriel Marcel- que han desarrollado la idea del Otro -en tanto que ente único e irrepetible- desde unas posturas de oposición, más o menos directas, hacia dos fenómenos aparecidos en el siglo XX y que no son otros que:

-La aparición de la sociedad de masas, que anula el hecho diferencial del individuo
– La expansión de las destructivas ideologías totalitarias.
Estos filósofos intentan salvar lo que consideran el valor supremo: el individuo. Intentan salvar de la actuación de las masas y de los totalitarismos, aniquiladora de toda identidad individual, a mí, a ti, al Otro, a los Otros (por eso han divulgado la noción de Otro: para subrayar la diferencia entre los individuos, y la diferencia de sus rasgos individualizadores, únicos e intransferibles).
Fue una corriente de pensamiento de gran trascendencia, una corriente que salvaba y elevaba al ser humano, que salvaba y elevaba al Otro, ante el cual -como lo expresó Lévinas- no sólo debo colocarme en pie de igualdad y con el cual debo mantener un diálogo, sino que tengo la obligación de «ser responsable de él».
En cuanto a la actitud hacia el Otro -hacia los Otros- los dialogistas rechazan la guerra, que consideran un camino que conduce a un único fin: el aniquilamiento. Asimismo, critican la indiferencia y el aislamiento tras una muralla. En lugar de estas actitudes, pregonan la necesidad -más aún: el deber ético- de posturas abiertas, de acercamiento y buena disposición.
En el marco de estas ideas y convicciones, dentro de esa misma corriente de reflexión y búsqueda, surge la gran obra investigadora de Bronis?aw Malinowski, que guarda gran similitud con las posturas encomiadas por los dialogistas.
El reto de Malinowski: ¿cómo acercarse al Otro, cuando no se trata de un ser hipotético ni teórico, sino de una persona de carne y hueso que pertenece a otra raza, que tiene una fe y un sistema de valores diferente, que tiene sus propias costumbres y tradiciones, su propia cultura?
No pasemos por alto el hecho de que, por lo general, la noción del Otro se ha definido desde el punto de vista del blanco, del europeo. Pero cuando, hoy en día, camino por un poblado etíope levantado en medio de las montañas, corre tras de mí un grupo de niños deshechos en risas y regocijo; me señalan con el dedo y exclaman: ¡Ferenchi! ¡Ferenchi!, lo que significa, precisamente, «otro», «extraño». Es un pequeño ejemplo de la actual «desjerarquización» del mundo y de sus culturas. Es cierto que el Otro, a mí, se me antoja diferente, pero igual de diferente me ve él, y para él yo soy el Otro. En este sentido, todos vamos en el mismo carro. Todos los habitantes de nuestro planeta somos Otros ante otros Otros: yo ante ellos, ellos ante mí.
En la época de Malinowski (al igual que en los siglos precedentes), el blanco, el europeo, abandona su continente casi exclusivamente con un único fin: la conquista. Sale de casa para hacerse con el dominio de otras tierras, para conseguir esclavos, para hacer negocio o para evangelizar. Sus expediciones a menudo se convierten en baños de sangre, como fue el caso de la conquista colombina de las dos Américas, seguida por la de los colonos blancos llegados del viejo continente, la conquista de África, de Asia, de Australia.
Malinowski viaja a las islas del Pacífico con un objetivo del todo diferente: para conocer al Otro; a él, a sus vecinos, sus costumbres y su lengua, para ver cómo vive. Quiere verlo todo con sus propios ojos y vivirlo todo en carne propia. Quiere acumular experiencias para, más tarde, dar fe de lo vivido.
Un proyecto que a primera vista se nos antoja tan evidente resulta, sin embargo, revolucionario, «mundoclasta» (permítanme el neologismo), pues desvela una debilidad -cierto que en grados diferentes- o, más bien, un rasgo intrínseco de cualquier cultura que consiste en que una tiene dificultades a la hora de comprender a la otra. O, más bien que esas dificultades las tienen las personas que pertenecen a una determinada cultura, sus partícipes y portadores.
A saber: Malinowski dice que después de llegar a las tierras objeto de sus estudios, las islas Trobriand (hoy Kiriwina), descubre que los blancos que llevan años viviendo allí no sólo no saben nada de la población local y de su cultura, sino que tienen de ellas una imagen falsa, teñida de arrogancia y desdén.
Él mismo, en contra de todas las costumbres coloniales establecidas, planta su tienda en medio de una aldea y convive con la población local. La experiencia no le resultará nada fácil. En su conservado Diario en el sentido estricto de la palabra, a cada momento menciona sus muchas dificultades, habla de sus cambios de humor, de su abatimiento, de frecuentes estados depresivos. Cuando alguien se ve arrancado -voluntaria o involuntariamente- de su cultura, paga por ello un precio muy alto. Por eso resulta tan importante la posesión de una identidad propia y definida y la firme convicción de que esa identidad tiene fuerza, valor y madurez. Sólo entonces puede el hombre encararse con otra cultura. En el caso contrario, tenderá a ocultarse en su escondrijo, a aislarse, miedoso, de otras personas. Tanto más cuanto que el Otro no es sino un espejo en el que se contempla -y en el que es contemplado-, un espejo que lo desenmascara y lo desnuda, cosa que todo el mundo más bien prefiere evitar.
Llama la atención el hecho de que, cuando la Europa natal de Malinowski es escenario de la Primera Guerra Mundial, el joven antropólogo se concentra en el estudio de la cultura de intercambio. Investiga los contactos entre los habitantes de las islas Trobriand y sus ritos comunes, investigaciones que plasmará en su magnífica obra Los argonautas del Pacífico occidental y a partir de las cuales formulará esa tesis tan importante como, lamentablemente, poco observada y que reza: «para poder juzgar, hay que estar allí». También formula otra tesis, sumamente atrevida para la época, de que no existen culturas superiores e inferiores, sólo hay culturas diferentes que, cada una a su manera, satisfacen las necesidades y las expectativas de sus partícipes. Para Malinowski, la persona perteneciente a otra raza y a otra cultura es una persona cuyo comportamiento -como el comportamiento de cualquiera de nosotros- encierra y rezuma dignidad, respeto por unos valores establecidos, por una tradición y unas costumbres.
Mientras que Malinowski empezaba su trabajo en el momento de la aparición de la sociedad de masas, hoy vivimos en una época de transición entre la sociedad de masas y la sociedad planetaria. Hay muchos factores que favorecen este paso: la revolución electrónica, el impresionante desarrollo de todo tipo de comunicaciones, facilidades nunca vistas de trasladarse de un lugar a otro y también -y relacionado con todo ello- las transformaciones que se producen en la mentalidad de las generaciones más jóvenes y en la cultura, en el sentido más amplio de la palabra.
Y todo esto ¿de qué manera cambiará nuestra actitud -marcada por nuestra cultura- hacia personas de otra o de otras culturas? ¿Cómo influirá en la relación Yo-el Otro dentro del marco de mi propia cultura y fuera de él? Resulta muy difícil dar una respuesta inequívoca y definitiva a estas preguntas, pues hablamos de un proceso en curso, en el que, además, estamos inmersos nosotros mismos y carecemos de esa perspectiva de tiempo que posibilita una reflexión fehaciente.
Lévinas se planteó la relación Yo-el Otro en el marco de una sola civilización, histórica y racialmente homogénea. Malinowski estudió las tribus melanesias en una época en la que éstas aún conservaban su estado genuino, todavía ajeno a la ulterior contaminación por la tecnología, la organización y el mercado occidentales.
Semejantes posibilidades son hoy una rareza. La cultura se vuelve cada vez más híbrida, heterogénea. No hace mucho contemplé en Dubay una escena asombrosa. Por la orilla del mar caminaba una muchacha. Sin lugar a dudas, musulmana. Iba vestida con un pantalón vaquero y una blusa muy ceñida, pero, al mismo tiempo, su cabeza aparecía cubierta. Sólo la cabeza, pero estaba envuelta en un chador tan puritana y herméticamente atado que ni siquiera se le veían los ojos.
Hoy en día existen ya escuelas de pensamiento en disciplinas como la filosofía, la antropología y la crítica literaria que prestan especial atención a todo este proceso de «hibridización» y transformación de la cultura. Dicho proceso se observa sobre todo en aquellas regiones en las que las fronteras entre Estados también lo han sido entre culturas (como la mexicano-estadounidense), así como en metrópolis gigantescas como São Paulo, Singapur o Nueva York, donde hay una mezcla de razas y culturas de lo más variopinta. De todos modos, decimos del mundo de hoy que es multiétnico y multicultural no porque haya aumentado el número de comunidades y culturas con respecto al pasado, sino porque hablan con una voz cada vez más audible, independiente y decidida, exigiendo aceptación y reconocimiento a su valía y un lugar en torno a la mesa de las naciones.
Sin embargo, el auténtico desafío de nuestro tiempo, el encuentro con el nuevo Otro, el Otro de nuevo cuño, hunde sus raíces en un contexto histórico más amplio. Veamos: La segunda mitad del siglo XX es ese momento histórico en que dos tercios de la población mundial se liberan del yugo colonial y se convierten en ciudadanos de Estados independientes, al menos desde el punto de vista formal. Poco a poco, esas personas empiezan a descubrir su propio pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces y su identidad, y una vez descubierta y asumida esta última, se sienten orgullosas de ella. Esos hombres y mujeres empiezan a sentirse ellos mismos, sus propios amos y dueños de su destino, y les resulta odioso que se los trate como objetos, como extras, como víctimas pasivas de un antiguo dominio ajeno.
Hoy, nuestro planeta, habitado durante siglos por un puñado de hombres libres e ingentes masas de hombres esclavizados, se va llenando de naciones y comunidades cuyo sentimiento de su propio valor e importancia no cesa de crecer, como tampoco cesa de aumentar su número. Este proceso a menudo transcurre en medio de inmensas dificultades, de conflictos y tragedias que arrojan estremecedores saldos de víctimas.
A lo mejor nos dirigimos hacia un mundo tan nuevo y distinto que las experiencias acumuladas a lo largo de la historia nos resulten insuficientes para comprenderlo y movernos por él sin perder rumbo. En cualquier caso, el mundo en el que entramos se puede calificar de Planeta de la Gran Oportunidad, pero no una oportunidad sin condiciones. Se abrirá sólo a aquellos que ante sus nuevos deberes muestren una actitud seria y responsable, con lo cual también demostrarán que se toman en serio a sí mismos. Es un mundo que tiene mucho que ofrecer pero que, también, plantea muchas exigencias. Moverse por él buscando atajos puede acabar resultando un viaje a ninguna parte.
En este mundo de nuevo cuño, a cada momento nos toparemos con un nuevo Otro, que poco a poco irá emergiendo del caos y la confusión de nuestra contemporaneidad. Es posible que ese Otro nazca de la confluencia de las dos corrientes contrapuestas que influyen decisivamente en la formación de la cultura del mundo contemporáneo: la corriente globalizadora, que uniformiza nuestra realidad, y su contraria, la que preserva nuestros hechos diferenciales, nuestra originalidad e «irrepetibilidad». Es posible que ese Otro sea su fruto y heredero. Debemos intentar comprenderlo, y buscar diálogo con él. Mi experiencia de convivir con Otros, muy remotos, durante largos años me ha enseñado que la buena disposición hacia otro ser humano es esa única base que puede hacer vibrar en él la cuerda de la humanidad.
¿Quién será ese nuevo Otro? ¿Cómo transcurrirá nuestro encuentro? ¿Qué cosas nos diremos? ¿En qué lengua? ¿Sabremos escucharnos? ¿Sabremos entendernos? ¿Sabremos, entre los dos, seguir aquello que -en palabras de Joseph Conrad- «habla de nuestra capacidad de alegría y de admiración, dirígese al sentimiento del misterio que rodea nuestras vidas, a nuestro sentido de la piedad, de la belleza y del dolor, al sentimiento que nos vincula con toda la creación; y a la convicción sutil, pero invencible, de la solidaridad que une la soledad de innumerables corazones: a esa solidaridad en los sueños, en el placer, en la tristeza, en los anhelos, en las ilusiones, en la esperanza y el temor, que relaciona cada hombre con su prójimo y mancomuna toda la humanidad, los muertos con los vivos, y los vivos con aquellos que aún han de nacer»? (*)

(*) El negro del Narcissus, traducción de Ricardo Baeza, Barcelona, Seix Barral, 1985.

Discurso íntegro durante el acto de apadrinamiento de la octava promoción de la Facultad de Ciencias de Comunicación Blanquerna de la Universidad Ramon Llull
(Palau de la Música Catalana, Barcelona, 18 de junio de 2005)

Mis estimados apadrinados:
En primer lugar, deseo expresar mi agradecimiento a la Universidad Ramon Llull por invitarme a este solemne y entrañable acto de apadrinamiento. Es para mí un placer oficiar de padrino de esta octava promoción de la Facultad de Ciencias de Comunicación Blanquerna. Mi más sincera enhorabuena a todos. No sólo por haber conseguido el diploma (que se da por supuesto), sino también por haber elegido una profesión apasionante. Aunque al calificativo «apasionante» debería añadir otros, como «nada fácil» y «sumamente exigente».
Pronto entrarán ustedes en el mundo de los medios de comunicación, o, lo que es lo mismo, en un mundo de creciente responsabilidad. Pues en el siglo XXI, los medios de comunicación no sólo informan, no sólo se limitan a dar noticias, sino que crean estados de opinión -y, por ende, ideologías-; moldean la imagen que la sociedad moderna se forma del mundo contemporáneo.
Se dice que los medios son el cuarto poder, pero yo subiría su puesto en el ranking. Ya sabemos que su papel en la política es cada vez más relevante y que ha hecho que insurrectos y golpistas de todo tipo cambiasen el objetivo de sus ataques en el mundo entero: antes asediaban palacios presidenciales y sedes de gobiernos y parlamentos, mientras que ahora intentan hacerse en primer lugar con el control de las emisoras de radio y televisión. No debe de ser una casualidad. En El imperio ilustré este fenómeno con la siguiente frase:
«Se ha creado un nuevo guión para las películas que tratan de golpes de Estado: los tanques salen de madrugada con el objetivo de ocupar la emisora de televisión, mientras el presidente duerme tan tranquilo y el parlamento permanece oscuro y desierto; los golpistas se dirigen al lugar que alberga el poder real».
Subrayo la palabra real. De ahí la enorme responsabilidad que descansa sobre el periodista. No me refiero al media worker accidental (aquel cuya vinculación con el mundo de los medios puede ser fruto de una casualidad: hoy trabaja en una emisora y mañana tal vez se convierta en ayudante de notario o engrose las filas de los corredores de Bolsa); me refiero al profesional «de raza», al periodista nato, vocacional. Aquel que sobre todo precie la verdad y mantenga a raya todo intento de manipulación. Nunca huelga repetir que los medios de comunicación, además de ese poder real al que acabo de referirme, tienen un poder de manipulación casi infinito. Permítanme comentar un solo ejemplo:
The Economist, revista foro de expresión del mundo rico, ha titulado varias veces sus editoriales con la pregunta: «¿Cómo alimentar al mundo?». ¡Semejante actitud reduce al ser humano a un mero aparato digestivo! Para apaciguar los remordimientos de conciencia se crean organismos internacionales encargados de proporcionar la noblemente llamada «ayuda humanitaria»: unos sacos de maíz por allí, otros sacos de arroz por allá. Nadie dice alto y claro que tan caritativa actitud degrada a la persona a la que, en teoría, se desea ayudar. Convirtiéndola en nada más que boca, estómago e intestinos, ¡se le arrebata la plenitud de su condición humana! Desde el punto de vista ético -y a mi modo de ver- se trata de una manipulación gravísima.
De ahí que la ética revista tanta importancia. No sólo en este oficio. En todos. Pero en éste resulta primordial, porque -insisto- de nuestra labor dependerá la visión del mundo que se forme el hombre contemporáneo. Y el vertiginoso desarrollo técnico y tecnológico de nuestra época tiene como escenario un mundo sumido en un caos ético tremendo. Habrá que saber interpretar tanto el desarrollo tecnológico como el caos ético. ¿Y a quién corresponderá hacerlo sino a los «moldeadores» de la opinión publica?
Por eso la formación del profesional de los medios de comunicación no se acaba con la consecución del título universitario, sino que en ese momento apenas empieza. Y tendrá que prolongarse durante toda la vida. Pues nuestros lectores, oyentes y espectadores, al formarse también ellos durante toda la vida, nos colocan el listón cada vez más alto. Si son cada vez más competentes -y lo son- ,¿qué decir de la competencia que tienen que demostrar aquellos cuya misión consiste en crear estados de opinión? Si queremos ser creíbles, fehacientes e influyentes, tendremos que ir siempre un paso por delante de los destinatarios de nuestro trabajo, que nos perciben como su fuente de información, educación y formación. Si queremos satisfacer sus expectativas, deberemos hacer el esfuerzo de acumular más conocimientos -y más deprisa- que ellos. Si no lo hacemos así, primero nos ignorarán y más temprano que tarde nos rechazarán. Creo que esta sola razón (entre otras muchas que se podrían aducir) basta y sobra para justificar la inclusión de los calificativos «nada fácil» y «sumamente exigente» en las características de esta apasionante profesión.
Y, para acabar, una última reflexión: como todos los demás ámbitos de la vida, también este oficio se ve afectado por las leyes de la globalización. Y en un mundo globalizado, nuestros conocimientos y nuestras experiencias no se pueden limitar a un solo país, ni siquiera a un solo continente. Deben intentar «atrapar» en las redes de nuestro raciocinio al mundo entero. Tanto más cuanto que nos ha tocado vivir en una época -y en un continente: rico- en que ya no hacen falta largos y agotadores viajes para descubrir mundo y catar su exótico sabor. Resulta suficiente salir a pasear por las calles de cualquier metrópoli europea para toparse con representantes de todas las razas, religiones y culturas.
El mundo de hoy -presente con su fabulosa diversidad humana en Barcelona y en Lima, en París y en Karachi, en Ginebra y en Dar-es Salaam, en Londres y en Kuala Lumpur- es multirracial, multirreligioso y multicultural. Y estos rasgos caracterizadores de nuestra contemporaneidad nos exigen actitudes y comportamientos determinados: tolerancia (una actitud pasiva, pero esencial como primer paso), voluntad de conocer y comprender al «otro» (el distinto, el extraño, el diferente), diálogo y respeto. Sobre todo estos tres últimos, por tratarse de actitudes activas, que, como sabemos, siempre son de ida y vuelta: voluntad de conocer al «otro», de dialogar con él y de respetarlo.
Muchas gracias.